25 enero, 2018

Nuestras últimas palabras

Las siete y cuarto de la tarde de un frío y primaveral día de uno de los doce meses de uno de los años del siglo XXI, escribo desde el cuarto de alguien, en uno de los pisos de un edificio en una ciudad de uno de los países de uno de los planetas existentes en el universo, mientras todo se desmorona.

El fuego ilumina la habitación, las continuas explosiones, el ruido de las hordas enemigas que atraviesan la ciudad, los jinetes del apocalipsis gobernando el cielo, surcando las nubes cual Papa Noel en su trineo, todo se destruye a mi alrededor en esta pequeña ciudad, mientras yo no puedo más que escribir y escribir, mientras se desgastan farolas y verjas, mientras se derrite el asfalto, mientras la perdición llega a nosotros camino del viejo rancho Perdición, mientras se ha sellado ya nuestra fecha de defunción, nuestro juicio final sin juez ni defensa, mientras lo negro llega, lo negativo corrompe y lo siniestro nos ahoga.



Mientras tanto, ajeno a todo, alguien susurra al oído de su perro, quién sabe qué palabras, quizá le esté diciendo que él sabe que se salvará, y mientras yo escribo, y se oye un grito, uno más entre tantos, y el perro ladra, y el dueño lo acaricia para apacentarlo, y mientras yo escribo, pienso sobre qué puedo escribir. ¿Cuáles van a ser nuestras últimas palabras como civilización, las últimas palabras escritas que va a pergeñar un ser humano? Y pienso en la instantaneidad de mis letras, se escriben conforme las digo, y simultáneamente a mí, y sin ninguno saberlo, doscientas cincuenta y una personas en el mundo estamos haciendo lo mismo, escribiendo las últimas líneas de la humanidad.

Así, por ejemplo un chino taiwanés está ahora mismo escribiendo a su primo que vive en un pueblo de la costa, tonterías sin mucho sentido acerca de unos viejos muñecos en un trastero que en unos segundos ya no existirá, y sin saber que el primo jamás recibirá esa misiva electrónica. Un finlandés también escribe una pequeña reseña de uno de los antiguos discos de Kraftwerk, y como curiosidad, un esquimal intenta aprender a escribir en Word, uno de sus primeros pasos con un ordenador personal, casi a gatas aún, sólo escribiendo letras sin sentido, que pueden tenerlo mucho si fuesen las últimas, y mientras todos ellos finalizan con este momento clave para la producción escrita, yo los retrato desde aquí, cerrando también mis últimos momentos, aunque en mi mismo país haya otras 4 personas también cerrando este capítulo: una tan trascendental como yo, narrando lo que pasa, otra escribiendo a sus seres queridos, y una tercera haciendo una lista de la compra, la cuarta ni lo sé ni me importa, pero tratándose de quién es, alguna memez cretina, sin duda.

Suenan máquinas destructoras, suena el polvo siendo mordido, suena la propia tierra deshaciéndose bajo nuestros pies ante la llegada del fin, y mientras todo eso suena todos somos conscientes de que no quedará nadie, de que estas letras no serán leídas, de que las escritas mucho tiempo ha, tampoco podrán ser revisadas, pues no quedará nada, ni nosotros ni nadie más para verlas, para degustarlas.

Me sorprende de entre todos que ninguna persona relativamente famosa o importante me acompañe en este quehacer, mientras me doy cuenta de que ahora sólo somos ciento ochenta, pues el resto desaparecieron destrozados o simplemente apagaron el ordenador. Varios otros están cantando, alrededor de setenta y cinco mil en el mundo ahora mismo, y me sorprende. Muchos más están escribiendo en papel, más de diez mil, e incluso aunque no me sorprende, sé que hay unas doce mil parejas haciendo el amor ahora mismo, el sinsentido de los sentidos, procrear algo para el futuro, cuando el futuro es hoy, o quizá despidiéndose de este mundo con el mayor de los placeres hedonistas, buscando el propio beneficio siempre, así somos, así fuimos, así no seremos, porque en nada dejaremos de ser.



Me sorprende que hayamos llegado hasta aquí, pero no fueron las guerras mundiales, ni las interplanetarias, ni el colapso general de nuestro universo, simplemente llegó el fin, porque lo que empieza acaba, siga luego un ciclo y reinicie o no. Se escuchan las máquinas que vienen hacia aquí, el fuego es ensordecedor y nadie tiene ya luz eléctrica encendida, porque no hace falta, y mientras se va la red, sigo escribiendo, y mientra tanto ya sé que somos sólo ochenta, y soy el único de la provincia, y mientras se desgaja la naranja, se deshoja la margarita, todos decimos adiós, y algo me dice que me quedan quince o veinte segundos y pienso cuáles serán mis últimas palabras, las últimas palabras escritas por la humanidad que ahora se despide para siempre, y me regocija saber que un viejo albanés sigue trabajando en lo mismo, lo mismo que el último paisano de mi tierra que aún, trascendental él, contaba lo que pasaba a su alrededor, pero ya no lo siento...

El albanés comenta usando viejos proverbios que no vienen más que a decir que a la tierra lo que es de la tierra, o que a cada cerdo le llega su San Martín, o que el que siembra vientos recoge tempestades, y cosas así, culpando no sé a quiénes, puede que a nosotros mismos, a nuestra raza o estirpe, o quizá simplemente recogiendo cual cronista lo que se ve, y es que la sobrenaturalidad nos está engullendo, y mientras engulle a más gente me siento privilegiado de nuevo, y ahora sí pienso que es el último párrafo. ¿Cuáles serán las últimas palabras, una despedida? No, no puedo hacerlo, sonaría demasiado obvio, por lo que aunque todo haya acabado, sólo hay una cosa que no nos podrán quitar y es el optimismo, la esperanza, y mientras el mal golpea mi ventana, por si acaso soy el último ya en pie, dejo nuestras últimas palabras: ¡volveremos algún mañana!

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